
Rajoy jura como presidente del gobierno español. En el fondo, observa Zapatero, presidente saliente. El Rey Juan Carlos, de testigo.
Ayer fue un día especial en La Moncloa. Es de esos días que se experimentan una vez cada cuatro años, si se produce un cambio de inquilino. Fue el último día de José Luis Rodríguez Zapatero, como presidente saliente del gobierno español, y por lo tanto, La Moncloa se aprestaba para recibir hoy al presidente electo y ya juramentado, Mariano Rajoy. Cuando veo estos episodios, pasan por mi memoria, las experiencias que he vivido. Recuerdo el primer día.
La democracia parlamentaria, sobre todo en Europa, obliga al político que ejerce funciones públicas en el gobierno, a tener los pies sobre la tierra. La derrota en las urnas, o la pérdida de la confianza en el parlamento, tiene un solo camino: volver a casa, a la vida ordinaria. Dejar los privilegios que ofrece servir al país, con carros oficiales, escoltas, vivir en una residencia oficial, conocer a otros jefes de gobierno y de Estado, llevar una agenda apretada, en fin, un conjunto de actividades que son propias de las funciones que se ejercen. El que no está consciente de ello, cuando vuelva a la realidad de su entorno ordinario, la transición y la adaptación le costará.
Todas las mudanzas son estresantes. Retirar todos los efectos personales de La Moncloa, aún cuando se sabe que nunca fue una residencia permanente, sin duda que debe crear un nivel de nostalgia para el que desocupa, que solo el tiempo irá curando. Zapatero vivirá en Madrid, en una residencia arrendada, y tendrá sus oficinas en la Fundación Ideas. Deberá ocuparse ahora de la transición en el PSOE, en el que soplan vientos de cambios. Se espera que Zapatero concluya su mandato como secretario general en el Congreso que celebrará el partido en febrero. Es difícil estar en sus zapatos. Dos transiciones cortas, y probablemente no queridas o inesperadas: entregarle la presidencia del gobierno a su adversario de la oposición, y luego ceder su liderazgo a otro/a miembro/a de su partido, para luego convertirse en el ciudadano Zapatero.
La democracia es así. Y qué bueno que sea así. El ejercicio del poder está cargado de lecciones. Estoy seguro que Zapatero no es el mismo del 2000. Esta moldeado de manera diferente. Lo mismo pasa con Obama. Uno puede tener todas las ilusiones y los deseos de introducir cambios, y evidentemente puede lograr introducir importantes reformas, pero es innegable que la realidad se impone, y no todas las expectativas se pueden cumplir. Todo ello hace que, entonces, se conozcan a los seres humanos que le rodean, a sus ambiciones, sus valores, sus lealtades y sus deslealtades, también. Mientras Zapatero se reencontrará consigo mismo en la soledad de su hogar y con sus amigos verdaderos, Rajoy comienza a gobernar.
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